martes, 8 de noviembre de 2016

* Eugenia Castro y Juan Manuel de Rosas: la compañera secreta

Eugenia Castro y Juan Manuel de Rosas: la compañera secreta
Ella era apenas una adolescente, frágil y bella, que cuidó a Encarnación Ezcurra, la mujer del Restaurador, hasta que murió. Con los años, junto a su "fiel servidora", Rosas mantuvo una relación afectuosa pero algo distante, que fue un secreto a voces

 Fue una relación amorosa asimétrica. Eugenia tenía 14 o 15 años y era huérfana de padre y madre cuando empezaron sus amores con Rosas. Morocha, bonita, grácil, con cierto aire de abandono y la timidez de quien no se siente dueño de nada y vive temeroso de incomodar. Rosas, rubio y apuesto, de noble linaje, 45 años, viudo y con dos hijos mayores, Juan y Manuela, ejercía el cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires y era, virtualmente, el dictador de la Confederación Argentina.
¿Qué podían tener en común la joven huérfana y este hombre poderoso?
El padre de Eugenia, el coronel Juan Gregorio Castro, un militar como tantos, había dejado a sus hijos encomendados al gobernador. Así, como tutor y pupila, se conocieron al principio Rosas y Eugenia.

La huérfana, como se acostumbraba entonces, fue colocada por su tutor en lo de una familia conocida, donde hasta los sirvientes la maltrataban. La niña se quejó y Rosas optó por llevarla a su casa, para que cuidara a su esposa, Encarnación Ezcurra, en su última enfermedad. Ella se desempeñó con ternura y eficacia, y la moribunda se lo agradeció. Eugenia pensaba quizá que en ese gran caserón de la calle del Restaurador su presencia pasaría inadvertida. No fue así. Su incipiente belleza sedujo a uno de los miembros de ese numeroso clan (tíos, primos, sirvientes, antiguos esclavos y agregados).

Eugenia dio a luz una hija, bautizada Mercedes, cuya paternidad se atribuyó a un sobrino de la difunta señora. Después, en la medida en que nacían otros hijos, Angela (1840), Ermilio (1842), Nicanora (1844), y más tarde Joaquín y Justina, para los habitantes de esa casa no hubo misterio: Rosas había convertido en su amante a esa niña, apenas una adolescente.

Ese amor, que duró desde 1839 hasta la batalla de Caseros en 1852, se mantuvo oculto. Fue un secreto entre muchos, es decir, conocido por la familia, los servidores y el círculo íntimo del gobernador. Así como Encarnación había sido la única mujer en la vida de Rosas en los años en que se hizo rico y alcanzó la suma del poder, Eugenia fue la compañera secreta de los años en que éste disfrutó del poder, cuando la quinta de Palermo se convirtió en un lugar casi legendario.

Allí, la pareja y sus hijos pasaban la mayor parte del año. Rosas, que había tenido como compañera legítima a una mujer muy politizada, de perfil alto y personalidad fuerte, no quiso repetir la experiencia. Desconfiado al extremo, no ignoraba que tenía enemigos por doquier. No desconocía tampoco que la mayoría de los que lo rodeaban eran vulgares pedigüeños que lo halagaban para obtener favores.
En Eugenia, en cambio, él encontraba un remanso de paz. La quería, en la medida en que su narcisismo se lo permitía, es decir, dando lo menos posible, como un patrón generoso más que como un amante entregado a su amor.




Foto: Ilustración de Huadi
Ella lo idolatraba, sorprendida tal vez al ver que el hombre más respetado, temido, querido y odiado de la Confederación durmiera noche tras noche con ella y fuera el padre de sus hijos. No recibía a cambio más que unos pesos mensuales, además de la vestimenta y la comida. Nada les faltaba a Eugenia y a sus hijos. Nada les sobraba tampoco.
Ella, desinteresada, ingenua, ignorante de las artimañas de la política, jamás pensó en asegurarse el futuro como suelen hacerlo las queridas de los gobernantes. El, convencido de la grandeza de su linaje, no imaginó siquiera que podía reconocer a sus hijos naturales y asegurar el bienestar de Eugenia.

Hacia 1840, Rosas se había vuelto sedentario. Trabajaba intensamente, auxiliado por varios escribientes para atender su correspondencia diaria. Su larga jornada terminaba al amanecer y después comenzaba el reinado de Eugenia.
Ella estaba presente en las comidas de familia, de pie, trinchando las carnes, repartiendo los platos, riñendo a los niños. A veces, para prevenir un atentado, probaba la comida del gobernador.
Siempre le preparaba la yerba y le cebaba el mate. Signo de confianza suprema, en esos tiempos de sangre y de degüellos, la joven concubina era la única autorizada para afeitarlo.

Palermo era un paraíso para los hijos naturales de Rosas. Estudiaban lo menos posible, se divertían con sus travesuras, y si se mostraban muy confianzudos, recibían castigos ligeros pero humillantes.
Cada uno recibió un sobrenombre. Rosas bautizó "manduca" a Mercedes, porque la habían pillado "manducando" dulce a escondidas; Angela era "el soldadito" porque se disfrazaba de militar para jugar con su padre; Ermilio, "el coronel", por las mismas razones; el apodo de Nicanora, "la gallega", recordaba a los humildes inmigrantes hispanos de aquella época.
"Lleven a esa gallega salvaje unitaria a que le den 500 azotes", ordenaba Rosas, y la pena se cumplía, en un simulacro, realizado sobre unos "paraventos" o cartones, que dejaba a la niñita llorosa y calmada...

Por su parte, Rosas llamaba "la cautiva" a Eugenia, en alusión al enclaustramiento en que se desarrollaba la vida de la joven dentro de sus habitaciones privadas y a sus contadas apariciones en público. Los enemigos de Rosas que estaban al tanto de estas relaciones preferían denominarla la
"sultana de Palermo", título a todas luces exagerado dado el modesto papel que ella desempeñaba. El escritor José Mármol, fervoroso antirrosista, denunciaba:
"El, Rosas, hace de su barragana la primera amiga y compañera de su hija; él la hace testigo de sus orgías escandalosas..." Más allá de esto, los unitarios y demás opositores contaban con información bastante precisa. Sabían, por ejemplo, que año por medio nacía en la quinta un "palermito" al que Manuela Rosas, la hija legítima del gobernador, acariciaba y obsequiaba como a un hermano...

Esa intimidad amable concluyó abruptamente con la batalla de Caseros (1852). Ese día, recordaba Nicanora en su ancianidad, el gobernador fue al campo de batalla acompañado por Angela, "el soldadito", y Ermilio, "el coronel", vestidos de militares. Antes del desenlace, los mandó de regreso, a juntarse con los otros niños en la casa de Ezcurra.
Luego, en vísperas de partir al exilio en un buque de guerra inglés, Rosas le ofreció a Eugenia llevarla a Gran Bretaña junto a dos de sus hijos, sus preferidos, Angela y Ermilio. Ella no aceptó. Tenía 32 años y se encontraba nuevamente embarazada.
Entonces, empezó el calvario de Eugenia y aquella relación asimétrica mencionada al principio se reveló en toda su magnitud.
En los días turbulentos que siguieron a la caída de Rosas, la joven se comportó con lealtad, hizo los mandados que le encargó el ex dictador y se empeñó en sacar algunos objetos de Palermo; entre ellos, su recado favorito.
Adrián, su séptimo hijo y el postrero de estos amores, nació pocos meses más tarde en la estancia de una familia amiga y es probable que ella tuviera que darlo, debido a que no estaba en condiciones de atenderlo bien.

Rosas vivió 25 años más en el exilio, como un señor rural, de ingresos medios, pero sin fortuna. Esto fue consecuencia de que el gobierno de Buenos Aires le aplicó el mismo castigo que él había utilizado contra sus opositores: la confiscación de bienes, de estancias en particular. Por tal razón, cuando Eugenia le escribía pidiéndole alguna ayuda o recordando el compromiso asumido de mandarle una mensualidad para atender las necesidades de sus siete hijos menores, Rosas dejaba pasar años sin contestar. Luego de un largo y significativo silencio, le escribía para quejarse de su estado de pobreza, de las injusticias que estaba padeciendo y de la "maldita ingratitud" de Eugenia. De este modo, la hacía responsable de la decisión de quedarse. En apariencia, él había vivido esa decisión como un abandono más. Para colmo, en la carta se acordaba de otra muchacha que le había gustado cuando todos vivían en Palermo, Juanita Sosa, "la edecanita" del alegre círculo de amigas de su hija Manuela. La Sosa, esbelta y de grandes ojos negros, era la más seductora de esas damas cuya tarea política consistía en distraer y agradar a los huéspedes importantes de la quinta.

Entretanto, Eugenia se las arreglaba como podía. Se había reencontrado con la orfandad, la pobreza y el abandono, agravados por el rechazo que sufría casi a diario por parte de los encumbrados amigos y parientes de su amante.
Para colmo de males, entraron en litigio la casita y los terrenos que había heredado de su padre en el barrio de la Concepción.

Esta carta de 1859, que constituye un documento inédito, así lo revela:

"Mi querido Padre y Señor. (Con) cuanto gusto tomo la pluma para saludarlo y saber de su importante salud y al mismo tiempo contestar su carta fecha 5 de junio de 1855, que no ha sido por falta de voluntad sino que (he) estado no sé si media falta con el pleito que todavía estoy pleiteando y sin poderse acabar. Señor, verme que me echaban de la casa y que tendría que salir a rodar con mis hijos y yo le confieso la verdad que no acostumbrada a lidiar con esta gente de cabildo que es la gente más ladrona y más pícara que hay debajo de las estrellas (...) es el motivo de haberme olvidado de usted. Aunque yo jamás me (he) olvidado ni me olvidaré de usted.
"(...) Todos los meses le estaba por escribir. Cuando me acordaba ya se había ido el paquete (correo) y lo dejaba para el otro y así se ha ido pasando de día en día que me ha dicho la señora doña Ignacia (Cáneva) que estaba bastante quejoso conmigo.
No tiene motivos pues usted no sabe las circunstancias ni los motivos ni cómo lo ha pasado uno después de su ausencia; es verdad que como yo no iba a casa de nadie, ni he incomodado a nadie, yo me he desenvuelto como he podido sin que digan nadie de las familias de usted que los (he) incomodado en nada, porque cuando he ido a casa de alguno de ellos, no por pedirles sino por saber de usted y tener el gusto de saber por qué no le había escrito, me mostraban mal modo; hasta ahora no he vuelto a casa de ninguno, excepto la casa de la señora de Ezcurra, que a ésa he incomodado y siempre soy bien recibida, que ella puede informarle de mi conducta, si me había olvidado de usted, pues prueba tiene que en todas las cartas le he mandado decir que mande buscar, si no lo quisiera no lo hubiera hecho, verá si en algo he faltado le suplico encarecidamente por la señora doña Encarnación (...) De doña Juanita Sosa no sé nada de ella, pues ella jamás me ha visto.
"(...) Reciba mil recuerdos de las muchachas que no se olvide de ellas y de mi parte le deseo mil felicidades y que no se olvide de esta pobre desgraciada (...). Sin más molestia soy de usted como siempre su humilde criada. Eugenia Castro".(*)
Por esa época, defraudada, pobre y sin esperanzas de poder reunirse con el ex dictador, Eugenia se vinculó afectivamente con otro hombre del cual habría tenido dos hijos. Rosas, por su parte, se había vuelto mujeriego.
Se disgustó con Manuelita porque ésta se casó, aunque él se lo hubiera prohibido, y se sintió más abandonado que nunca. Cada tanto recibía las cartas de Eugenia y de sus hijas, Angela, "el soldadito", y Nicanora, "la gallega".

Las historias que esas cartas narran son de trabajos humildes, pobreza, enfermedades y pérdidas dolorosas; por ejemplo, la muerte de Ermilio, en la Guerra del Paraguay. Eugenia se conchababa para cuidar enfermos en casas de los amigos de la familia Rosas. Las hijas eran lavanderas. Los varones trabajaban en el campo. Al principio, vivían en el barrio de la Concepción; luego se mudaron a los pueblos suburbanos de Lomas de Zamora y San Justo.

En las cartas de la madre y de sus hijas hay un leitmotiv: siempre le piden a Rosas un retrato suyo para tenerlo cerca, porque no lo recuerdan. Asimismo, se enviaban cada tanto unos regalitos como prueba de memoria y de afecto.
Rosas les mandó unos pañuelos. Eugenia encargó una pequeña imagen de la Virgen de las Mercedes, para que su "Padre y Señor" la pusiera en la cabecera de su cama, allá en la lejana Southampton.

Por eso, puede decirse que las cartas citadas, pese a que guardan la distancia debida entre el "patrón" y su "fiel servidora", al mismo tiempo indican un alto grado de intimidad y revelan los verdaderos lazos entre ambos. Cuando Eugenia falleció, en 1876, Rosas le escribió una larga carta de pésame a "el soldadito".

El ex dictador murió un año después, en 1877. En su testamento, redactado tiempo antes, había diversas referencias a Eugenia, entre otras, a la imagen de la Virgen de las Mercedes, que le entregaba a Manuelita, y a un dinero que recibiría la Castro en caso de que le devolvieran los bienes confiscados. Sin embargo, en su última voluntad, Rosas negaba de plano haber tenido hijos fuera de los legítimos, y de este modo impedía a los vástagos de sus amores con Eugenia acceder a una parte de su herencia. Esos amores no se inscriben, sin duda, entre las grandes pasiones de nuestra historia.

Tienen otras características no menos dignas de ser recordadas, aunque sean ajenas al romanticismo. Fueron un secreto a voces, ventilado en su momento en los tribunales de Buenos Aires (1886), cuando los hijos naturales de Rosas quisieron tardía e infructuosamente hacer valer sus derechos.

La historiografía los ignoró o los mencionó apenas, como datos marginales. Afortunadamente, han llegado a nosotros en unos pocos relatos, en un expediente judicial y en un manojo de cartas. En éstas se habla de lo que queda después del amor, de los reclamos y los reproches mezclados con los recuerdos tristes o alegres, pero entrañables, como la vida misma.

Referencias:
Juan Manuel de Rosas (Buenos Aires, 1793-Southampton, 1877).
Estadista, militar y hacendado. En 1835 un plebiscito lo consagró gobernador con facultades extraordinarias y la Suma del Poder Público.
Eugenia Castro (c. 1823/25-1876). Hija del coronel Juan Gregorio Castro. Trabajó en la mansión de Rosas y fue su amante entre 1840 y 1852.
(*) Cartas originales consultadas por gentileza de Marcela Terrero y Cristina Busquet Serra. Se incluirán en una próxima reedición de Mujeres de Rosas, un libro de la autora de este texto.

La Nación -
DOMINGO 20 DE FEBRERO DE 2005
Por María Sáenz Quesada
Escritora y Lic. en Historia

Recopilación 
Bernardo Gimelli

* Sarmiento: El feo más seductor de aquel tiempo

Sarmiento, el feo más seductor de aquel tiempo
Las pasiones menos difundidas de los protagonistas de los libros de historia.
Sarmiento después de la Batalla de Caseros.
La providencia no fue generosa con él en lo que a apariencia física se refiere. Siendo un genio plenamente consciente de su valer y desprovisto de modestia (la más hipócrita de las virtudes), eso le debe haber molestado un poco. Además, adoraba los uniformes militares, las charreteras, los laureles, los entorchados. No le cuadraban en realidad. Había en él algo profundamente civil, se nos antoja inadecuado ese uniforme de General que luce en las tapas de algunas ediciones del “Facundo”.

Sin embargo, a falta de atractivos físicos, poseía una fuerte personalidad, era romántico y sensual, inteligente, valiente, y ocurrente y chispeante cuando debía serlo. Además el hombre no era ningún tímido. En ocasiones, hay atributos que enamoran más que la belleza física, y las mujeres suelen ser arbitrarias y antojadizas –al fin y al cabo están en todo su derecho– al momento de otorgar sus favores. En una oportunidad nos dejó escrito algo sobre el tema: 

“Debe haber en mis miradas algo profundamente dolorido que excita la maternal solicitud femenil (…) ¿Por qué una beldad ama a un hombre feo? Porque lo ve oprimido y sale valientemente en su defensa. Una mujer es madre o amante, nunca amiga, aunque ella lo crea…”. Como buen conocedor, desconfiaba de la amistad entre hombre y mujer, y más adelante se preguntaba: “¿Por qué no he de tener para mí las mujeres de Sarmiento?...”

Siendo joven, su postura, su rostro, a quienes realmente no lo conocen les brinda la imagen de un viejo. Estando en campaña contra Rosas, antes de Caseros, se realiza un baile, Sarmiento baila una contradanza, y el General Urquiza, con quien nunca simpatizó, expresa burlonamente frente a sus oficiales: “¡Véanlo al viejo bailando!” 

Debe haber sido un hombre fogoso. 
Hay cartas de él muy impresionantes, como ésa en la que cuenta que no podía prestarle atención a Mariquita Sánchez porque el encanto de esa mujer de sesenta años le había producido una erección que no sabía cómo disimular, y agrega que estuvo a punto de violarla.  “… ¡Si no hubiera sido por la chinita que traía el mate!” le escribió a un amigo.
Además, hay otro dato curioso de su vida: cuando vuelve de Europa y rinde cuentas del dinero gastado, incluye el ítem "orgías".
Amó y llegó a ser amado por la mujer de sus sueños, pero tuvo que conformarse con mirar de lejos ese amor y resignarse a sufrir por lo que pudo haber sido. 
Pero avancemos de a poco. 

Siendo muy joven, durante su primer exilio, estando en Pocuro (Chile) hace lo propio de un joven: se divierte. “Íbamos danzando y bebiendo entre cantos que todavía resuenan gratamente al oído (…) haciendo del día noche, tan poca falta nos hacía el sol y tan poco caso hacíamos de él…” Lo cierto es que conoce a una joven de familia distinguida de Aconcagua, que según algunos historiadores se habría enamorado de él siendo su alumna. 

Esta joven era una tal María de Jesús del Canto. Fruto de aquellas aventuras juveniles nace su hija Faustina, la cual años después será recibida por la familia de él. No se hacen preguntas, y él nada refiere. Tampoco hay constancias de que los amantes hayan intercambiado correspondencia alguna. Reservado en esos asuntos, un día confesará “En mi corazón sólo yo entro”. Años después, siendo ya Presidente de la Nación encontramos a Faustina ejerciendo el cargo de maestra de escuela en San Juan. Y al final de la vida de Sarmiento, ella, como hija abnegada, ayudará a su padre a emprender el largo viaje en paz.

Nuevamente en San Juan, conoce a Clarita Cortínez, hermana de su amigo Ignacio. Domingo, como de costumbre, anda “corto de dineros”, es pobre, muy pobre, como lo fue siempre. Si alguna vez en su vida Sarmiento fue tímido, debe haber sido en esa ocasión. Jamás se decidió a declarar sus sentimientos. ¿Habrá influido tal vez el hecho que ella era hermana de un amigo? Secretos que guardan las tumbas…

Allá por 1839/40 “Domingo anda enamorado”, nos relata Manuel Gálvez en su “Vida de Sarmiento, el Hombre de Autoridad”. Sarmiento está de vuelta en San Juan. Hay una jovencita que recibe lecciones de Domingo. Ella está emparentada directamente con Fray Justo Santamaría de Oro y don José de Oro. Gente de lustre. Incluso existe un parentesco lejano con el mismo Sarmiento. Por aquellos años, en las aldeas provincianas, poco había que hurgar en la genealogía de los habitantes para encontrar parentescos insospechados.

Pero volvamos a Elenita Rodríguez, que así se llamaba la jovencita de sus desvelos. Un día, el galán se decide y solicita formalmente la mano de la niña. Pero insólitamente lo hace por escrito, confiando tal vez más a su pluma que a su palabra… La carta que envía es en verdad conmovedora, y raro en él, hace gala de una modestia que no le conocemos. “No poseo en realidad nada de lo que pueda halagar las solícitas aspiraciones de una madre, pero tengo el deseo de hacer la felicidad de ese caro objeto de su tierno interés y el mío”. 

Demasiado amable, se despide “con el temor de haber dado a la señora un mal rato…”. Doña Tránsito de Oro, la madre, si bien reconoce la valía del joven, con buen sentido desconfía de la estabilidad de la pareja, siendo como era el pretendiente, algo alborotador y eternamente enredado en conspiraciones, idas y venidas. Nadie quiere para su hija un joven que en cualquier momento puede ser fusilado. Finalmente, la joven amada, Elenita Rodríguez de Oro, acaba casándose con otro joven con menos talentos y dotes intelectuales que Domingo, eso es cierto, pero con más vocación de hogar... “y menos feo”, agrega con malicia Gálvez.

Mary Mann fue una educadora norteamericana, viuda de Mr. Horace Mann, el cual fue muy admirado por Sarmiento. Ella le llevaba varios años, y fue gran partidaria del sanjuanino. Algunos historiadores han especulado con un supuesto amor platónico de ella hacia él, pero no hay constancias de nada de eso. Igual ha ocurrido con Juana Manso.

En su viaje a Estados Unidos, conoció a una joven norteamericana, puritana, treinta años menor que él, llamada Ida Wickersham. Esta mujer era su profesora de inglés. Mantuvo un romance con ella, y cuando regresó, ya electo Presidente de la Nación, Ida quedó en Norteamérica. Posteriormente, ella le solicitaría que la hiciese venir junto a las maestras estadounidenses que mandó traer siendo Presidente, pero él, al parecer, había dado el romance por concluido.

Volviendo algunos pasos atrás, a mediados del cuarenta y cuatro, Domingo se halla nuevamente en Chile, allí conoce y frecuenta a un matrimonio desigual. Ella es una sanjuanina que se llama Benita Martínez Pastoriza, y es mucho menor que su esposo. El caballero es un chileno llamado Domingo Castro y Calvo, un hombre casi anciano y eternamente enfermo. El hecho de ser homónimos, con los años, desatará una serie de especulaciones maliciosas entre historiadores y periodistas. Pero no avancemos más de la cuenta.

Benita tiene veintidós años y Sarmiento treinta y tres. Él conserva algo de la gracia propia de la juventud, que poco a poco iría perdiendo. Si bien asomaba su calvicie, los retratos nos entregan a un hombre casi agradable con un fino bigote y patillas que se unen por debajo de la pera. El desagradable labio inferior todavía no se rebela tal como le conocemos en imágenes posteriores. Él, en una actitud de coquetería masculina, usaba una peluca para disimular la calva…
Ella lo admira y él la desea. El amor físico y espiritual entre ambos es algo que no pueden evitar. No obstante, ella tendrá tiempo de dar a luz un hijo dentro del matrimonio, que como corresponde, es reconocido por su marido…
En abril de 1845 nace Domingo Fidel Castro, (¿en quien pensaron?) que luego con los años será Domingo Fidel Castro Sarmiento.

“¿Por qué el niño se llama Domingo?”, murmuran las beatas y las no beatas. Pues porque Domingo se llama su padre…el señor Don Castro y Calvo, por supuesto… 
Por esa época a nuestro héroe le nace otro hijo dilecto…pero del espíritu. Aparece “Facundo”.
Dominguito, ¿era o no era su hijo? No hay pruebas de ello. Sin embargo todo indica… Sólo Benita y Domingo (uno sólo de ellos) lo habrán sabido. Lo cierto es que con los años ese hijo será objeto del más tierno amor por parte de Domingo Faustino Sarmiento, el cual llorará su temprana muerte (¡Curupaytí!), y nos emocionará a todos con esas últimas líneas geniales de “Vida de Dominguito”.

A poco de nacer el niño, don Castro y Calvo muere, dejando a la joven y hermosa viuda a merced de las apetencias del “amigo” de la familia, con el cual sus relaciones eran, acaso, más íntimas que lo aconsejable.

¿Cómo era Benita? Según algunos autores, “una belleza trigueña”, según otros, “feúcha”. Algunos aseguran incluso que el mismo Sarmiento, en raptos de cólera, la llamaba “la fea”. De lo que sí estamos seguro es de que era por demás celosa y obsesiva. Y de ello dará cuenta el propio Sarmiento a lo largo de los años. Contrae nupcias la pareja y él adopta a Dominguito, con lo cual éste muda su apellido de Castro a Sarmiento. Tres años tenía entonces el niño.

Ha pasado el tiempo y encontramos a Sarmiento en Buenos Aires y a su esposa e hijo en Chile. Ella enloquece de celos. Lo piensa en constante trato con mujeres, aunque en realidad él ya va para viejo, y no es precisamente un Adonis. De todas maneras, atrae. El milagro lo logra con su conversación amena, sus modales desenvueltos y ocurrentes, su gran inteligencia, y su inveterada sociabilidad.

Comienza él a frecuentar la tertulia de su amigo el doctor don Dalmacio Vélez Sársfield, el cual tenía una hija de mucho carácter que le hacía de secretaria. Aurelia era su nombre.
Pero volvamos a Benita. Debió ser difícil la convivencia con una mujer de agrio carácter y enferma de celos. En un artículo que titula “Las santas mujeres”, Sarmiento se refiere a ella, aunque sin nombrarla: “…volcán de pasión insaciable, el amor en ella era veneno corrosivo (…) ¡Dios le perdone el mal que hizo, que se hizo a sí misma, por el exceso de su amor, sus celos, su odio!”.

Benita finalmente viaja a reunirse con su esposo, y pasan algún tiempo unidos, pero el cielo siempre amenaza tormenta.
Aurelia Vélez y Domingo comienzan un idilio que durará, con altibajos, no sabemos si físicamente pero estamos seguros que espiritualmente, hasta la muerte de él.
Este hombre ha debido sufrir el tormento de ser dueño de todo y no poseer nada. Ella era mucho menor, la hija de un amigo. Él era casado, un hombre público y con una esposa que no le hacía fácil la vida.

“…He necesitado tenerme el corazón a dos manos para no ceder a sus impulsos…”, le escribe desesperado a su amada. 
Opta por tomar distancias con Aurelia, el amor de su vida. “Desde hoy soy viejo”, le dice en una carta con infinita tristeza…

Sin embargo, con idas y vueltas el idilio, acaso atormentado por las culpas, continúa. 
Estando él en Mendoza, se escriben, ella le manda cartas a través de una intermediaria. Él, ávido e insaciable, termina por pedirle que le escriba a él directamente. Ella se muestra algo celosa, y él le demanda manifestaciones más explícitas de sus sentimientos. “Tus reproches inmotivados me han consolado, sin embargo, como tú, padezco por la ausencia (…) No te olvidaré por que eres parte de mi existencia (…) Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y pertenecerme a despecho de todo…”

En realidad fue un amor de resignados, y una pasión ahogada. Ella, valientemente, le escribía: “Te amo con todas las timideces de una niña, y con toda la pasión de que es capaz una mujer (…) Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor por ti…”
Un día se produce “el infierno tan temido”, estando Domingo en San Juan y Benita en Buenos Aires, la esposa engañada descubre todo.

Benita extraña no recibir cartas de él, y envía a Dominguito a averiguar. El muchacho, que tenía diecisiete años, se entera de que llegan cartas de San Juan a una viejecita que no sabía leer. La esposa continúa las investigaciones y acaba descubriendo que las cartas llegadas de San Juan son para Aurelia Vélez. El matrimonio se deshace. Domingo, contrariado por lo que él consideraba una “violación de correspondencia”, y por haberse valido ella de Dominguito, suspende el envío de dinero a su mujer.

En su libro “Secretos de alcobas presidenciales”, Cynthia Ottaviano nos cuenta que Benita Martínez Pastoriza formalizó demanda de alimentos contra su esposo del cual se hallaba separada, y la demanda prosperó.

¿Qué opinaba este interesante personaje de nuestra historia respecto de las relaciones conyugales? Tal vez una carta dirigida a un primo recién casado nos ilustre al respecto: “Parta usted desde ahora del principio de que no se amarán por siempre. Cuide usted pues cultivar el aprecio de su mujer. No abuse de los goces del amor; no traspase los límites de la decencia; no haga a su esposa perder el pudor a fuerza de prestarse a todo género de locuras.

Cada nuevo favor de la mujer es un pedazo que se arranca al amor. Yo he agotado algunos amores y he concluido por mirar con repugnancia a mujeres apreciables que no tenían a mis ojos más defectos que haberme complacido demasiado. Los amores ilegítimos tienen eso de sabroso, que siendo la mujer más independiente aguijonean nuestros deseos con la resistencia (…) cuando riñan, guárdese por Dios de insultarla. Mire que he visto cosas horribles. Si en la primera riña le dice usted “bruta”, en la segunda le dirá “infame”, y en la quinta, “puta”. Tenga usted cuidado con las riñas y tiemble usted no por su mujer, sino por la felicidad de toda su vida”.

El caso es que los amantes, sin frecuentarse, jamás se separaron. Próximo a su muerte, él le escribe desde Paraguay, viejo, sordo y enfermo, pero entusiasmado: “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida (…) Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado…”
Ella no alcanzó a llegar. Tal vez, de haber estado allí, hubiera satisfecho el último deseo del prócer antes de morir: “Ayúdame por favor para poder ver el amanecer”. 

Fuente: Recopilaciones Web.
Juan Edgardo Martín 
Especial para Estilo



* Caníbalismo en Buenos Aires

Caníbalismo en Buenos Aires

Ulrich Schmidl formaba parte de la expedición de Pedro de Mendoza, fue testigo del canibalismo entre europeos (en lo que sería la primera fundación de Buenos Aires, allá por 1536).
Schmidl narró las peripecias de esa desastrosa expedición. Un fragmento revelador acerca del desastroso final de dicha empresa.

"Después de que volvimos a nuestro campamento (Buenos Aires) se repartió toda la gente; la que era para la guerra se empleó en la guerra y la que era para el trabajo se empleó en el trabajo. Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro capitán don Pedro de Mendoza, y un muro de tierra en torno a la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. Este muro era de tres pies de ancho, y lo que hoy se levantaba, mañana se venía al suelo.

Además, la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía de gran escasez, al extremo que los caballos no podían utilizarse. Fue tal la pena y el desastre del hambre, que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras y otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido.

Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se les prendió y se les dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se les colgara en una horca. Así se cumplió y se les ahorcó.

Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron.
También ocurrió entonces que un español comió a su propio hermano que había muerto. Esto ha sucedido en el año de 1535, en el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires."

Relación del viaje a Río de la Plata, por Ulrich Schmidl, Edición de Lorenzo E. López. Historia 16. Madrid, 1986. p. 122.



Esta historia también se encuentra registrada por Ruy Díaz de Guzmán :

"En este tiempo padecían en Buenos Aires cruel hambre, porque faltándoles totalmente la ración, comían sapos, culebras y las carnes podridas que hallaban en los campos, de tal manera, que los excrementos de unos comían los otros, viniendo a tanto extremo de hambre como en tiempo que Tito y Vespasiano tuvieron cercada a Jerusalén: comieron carne humana.

Así le sucedió a esta mísera gente, porque los vivos se sustentaban con la carne de los que morían, y aún de los ahorcados por justicia, sin dejarle más de los huesos, y tal vez hubo hermano que sacó la asadura y entrañas a otro que estaba muerto para sustentarse con ella." (A este último párrafo, Enrique de Gandía agrega una nota: "Es la historia real de Diego González Baytos, que hemos podido confirmar.")

Argentina, por Ruy Díaz de Guzmán, edición de Enrique de Gandía.
Historia 16. Madrid 1986. p.

lunes, 7 de noviembre de 2016

* Espías de la Historia por Bernardo Gimelli

Mi nombre es Bernardo Gimelli, soy una apasionado 
de la historia.  Viajero frecuente, investigo hechos y protagonistas poco conocidos, que han edificado nuestra identidad. 
Deseo ofrecerles a largo de los meses material donde expondré situaciones insólitas, relatadas en detalle;  muchas de ellas inéditas, extraídas por sus autores que aportarán al conocimiento de sus protagonistas, narrando vivencias personales, situaciones familiares o acciones que generaron consecuencias tanto en lo personal como en las influencias que ejercieron en el destino de Argentina y el mundo.
contacto: 
                       espiasdelahistoria@gmail.com